Tsaritsyn.
Si cito el nombre de Tsaritsyn para referirme a una vieja ciudad, tal vez al lector no le inspire nada. Pero si en vez de Tsaritsyn hago alusión a Stalingrado, Rusia, tal vez sí nos podamos ubicar ahora.
Stalingrado, ubicada junto al río Volga, urbe industrial cuyo nombre consigue poner la piel de gallina a cualquiera que evoque lo que allí sucedió. De entrada, la ciudad fue “bautizada” con el nombre de Stalin, quien dirigió la URSS con mano de hierro durante largos años. En 1925, y hasta 1961, perdió su nombre original, Tsaritsyn, en honor al río Tsarista (agua amarilla), cuyo curso desemboca en el vasto e interminable Volga, en favor del dictador de origen georgiano. Exacto, Stalin no era ruso, sino georgiano.

En esta entrega de “Curiosidades bélicas” nos encontramos en uno de los momentos decisivos de la Segunda Guerra Mundial. Sin duda, el de hoy, fue un episodio que quedó grabado para la eternidad en las páginas de la Historia. Desde finales de Agosto de 1942 hasta Febrero de 1943, sus calles, plazas y embarcaderos atestiguaron una de las batallas más sangrientas de la contienda, la de Stalingrado, donde la Wehrmacht se desangró y, por ende, selló su propio destino.
Hay quien asegura que esta es la batalla que decidió la Segunda Guerra Mundial. Tal vez lo fuese, tal vez no, pero jamás cabe dudar de un hecho cierto: el frente ruso fue donde se jugó la guerra de verdad, el teatro de operaciones del este fue el que decantó, desde los comienzos de la Operación Barbarroja en Junio de 1941, la balanza de la segunda gran contienda del siglo XX.
Últimos días de Septiembre de 1942.
Un mes después del gran bombardeo del 23 de Agosto de 1942, y debido a la incesante actividad de la Luftwaffe (Fuerza Aérea alemana), ya en Septiembre casi la totalidad de la ciudad se ha transformado en un montón de ruinas. Amasijos de hierros y escombros cubren casi toda su extensión, de norte a sur y de este a oeste. El humo campa a sus anchas por doquier. Incontables incendios consumen hasta los cimientos aquellos edificios que aún se mantienen en pie; el resto, demacrados por las bombas, apenas resultan reconocibles. Imposible respirar aire puro entre sus calles, repletas de polvo de ladrillo y hollín. Allí donde se mire, gigantescas columnas de humo negro se elevan hacia el cielo.
Podría decirse que por momentos el día se transforma en noche. A su vez, la noche parece de día debido a que las llamas rasgan la oscuridad sin contemplación. En definitiva, un infierno desatado sobre la tierra donde el horizonte barrunta muerte.

Más entregas, similares a la presente, disponibles en mi próxima publicación titulada «Soldados. Hazañas y batallas».
Ⓟ y Ⓒ Daniel Ortega del Pozo
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