CURIOSIDADES BÉLICAS #14: ¡Rattenkrieg! Guerra de ratas en Stalingrado.

Rattenkrieg. Guerra de ratas… ¿Guerra de ratas? Parece propio de una salvaje disputa de roedores en las trincheras europeas de la Primera Guerra Mundial. Un conflicto por hacerse con los restos inertes de los incontables seres humanos diseminados por los campos de batalla. Auténticas plagas de ratas capaces de arrasar con todo y, por supuesto, capaces de sembrar la enfermedad allí donde se colaban.
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Pero no, en esta entrega semanal de “Curiosidades bélicas” veremos transformados a los seres humanos en ratas. Sombras de sí mismos capaces de matar y morir en las condiciones más miserables imaginadas por cualquier persona dotada de razón. Sí, dotada de razón, porque lo que el lector va a revivir a través de estas líneas dejará una impronta que le hará pensar en más de una ocasión cada vez que coja un manual que verse sobre la batalla de Stalingrado.
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Stalingrado antes de la batalla.

Stalingrado.
Hoy nos encontramos en Stalingrado, Rusia, ciudad industrial ubicada junto al inmenso río Volga. Visualice conmigo un apacible día de aquel caluroso verano del año 1942. Corre el mes de Agosto. La ciudad se presenta radiante, iluminada por un sol de justicia, donde sus habitantes, con el rumor de la guerra en sus oídos, tratan de hacer una vida normal.
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Una vida normal impuesta por la orden 227 de Stalin “¡Ni un paso atrás!” dictada el 19 de Julio, mediante la cual no se permitía la salida de civiles de la ciudad; orden que también implicó la prohibición de la rendición y la ejecución de todo soldado ruso que reculase sin permiso expreso. Aquella orden llegaría a sentenciar la vida de millares de inocentes que, aún en Agosto, todavía no se hacían a la idea de en qué infierno llegaría a convertirse la ciudad de Stalingrado. 600.000 habitantes residían allí.
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En la zona norte de la gran urbe, las fábricas funcionan a pleno rendimiento. Donde antes se producían tractores, ahora salen carros de combate de las líneas de montaje. Todo el sistema fabril ha sufrido una transformación forzosa para aportar material bélico a la devastadora guerra contra Alemania. Guerra exigente en recursos y hombres.

La Wehrmacht progresa por la inmensidad del suelo ruso.
Hombres y mujeres caminan por las calles y amplias avenidas de Stalingrado, trabajan en las fábricas o deambulan cerca de los embarcaderos que comunican las dos orillas del Volga, en algunos lugares separadas por varios centenares de metros. Sus pensamientos oscilan entre los quehaceres propios y la proximidad de las tropas germanas, que parecen imparables durante sus avances.
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Nervios y esperanza son sentimientos encontrados en el interior de cada habitante de Stalingrado, donde civiles y militares ya se aprestan a defender la ciudad. El ataque alemán es inminente. Otras ciudades importantes de la Rusia comunista ya han caído en manos de la Wehrmacht (Ejército alemán). ¡Pero Stalingrado no capitulará!
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Millares de hombres y mujeres compatibilizan sus obligaciones con la construcción de un perímetro defensivo, parapetos, trincheras, barricadas y todo tipo de obstáculos con los que pretenden frenar en seco la inminente acometida germana. ¿Seremos capaces de resistir el ataque? Es la pregunta que martillea la cabeza de todos ellos.
23 de Agosto de 1942.
Con la fuerza de un huracán, los motores de incontables aviones alemanes rugen en lontananza. El cielo llega a ensombrecerse con las numerosas siluetas de los aeroplanos que surcan el espacio aéreo sobre Stalingrado.

Stukas alemanes sobrevuelan la ciudad.
El general Wolfram von Richthofen, primo del mítico “Barón Rojo”, es el oficial al mando de la fuerza aérea que, en cuestión de segundos, está a punto de soltar cientos de bombas sobre la ciudad que lleva el nombre del dictador soviético Stalin.
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Las tripulaciones de los Heinkels y los Junkers alemanes que sobrevuelan la ciudad dejan caer bombas a lo largo y ancho de Stalingrado.
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En apenas unos segundos, imponentes columnas de humo negro se elevan hacia el cielo. Bolas de fuego resplandecen bajo las alas de los aparatos germanos. Una pasada, otra más… Oleadas de bombarderos arrasan con todo a su paso. El efecto devastador se puede distinguir a varios kilómetros a la redonda. Incluso los pilotos de los aviones deben, en algunos puntos, esforzarse por evitar la humareda que ennegrece el cielo. Estampa escalofriante desde las carlingas de los aviones alemanes, que continúan soltando más y más bombas pese al fuego antiaéreo que restalla a su alrededor. Implacable acción la que lleva a término la Luftflotte 4 (4ª Flota aérea) de la Luftwaffe (Fuerza Aérea alemana) al mando de Richthofen.
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A ras de suelo, los habitantes de Stalingrado contemplan incrédulos, en primer término, la avalancha de destrucción que les llueve en forma de fuego abrasador. No tardan en reaccionar la mayoría de ellos. Muchos acuden a buscar protección a sus casas, donde los sótanos parecen proveer algo de seguridad, mas muchos hallarán la muerte ya que las bombas golpean con fuerza desmedida y los edificios no tardan en colapsar como endebles castillos de naipes. Otros acuden a los refugios antiaéreos. Los que logran alcanzarlos, corren mejor suerte, logran salvar la vida de milagro.

El resultado de los bombardeos.
Tornados de fuego consumen cada calle, cada esquina, cada casa durante largas horas. Una tras otra, las oleadas de bombarderos vomitan mortales cargas explosivas y bombas incendiarias capaces de reducir cualquier objetivo a montañas de escombros.
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Aquellos desafortunados que no consiguen ponerse a salvo, quedan desintegrados en el acto. Bloques de viviendas, al completo, sucumben pasto de las llamas. Atenazados por el miedo, los vecinos de Stalingrado otean a través de las aberturas de los sótanos para intentar comprender lo que sucede. Pero no contemplan otra escena sino la de la destrucción absoluta. Hombres, mujeres y niños vuelan por los aires despedazados, convertidos en guiñapos sanguinolentos. Las explosiones siguen martilleando aquí y allá. Infinidad de ventanas estallan en mil pedazos con la subsiguiente lluvia de cristales asesinos. Puertas, muros y mobiliario urbano revientan como si alguien los patease con desmedida violencia. Astillas y cascotes proyectados sesgan vidas por doquier.

Soldados rusos, al acecho, aguardan el paso de una patrulla enemiga.
Alguien permanece bajo el quicio de la puerta de acceso a su vivienda, mira al cielo y ve pasar a toda velocidad varios Stukas alemanes. Se encoje fruto del estruendo de los motores. Poco después, una detonación brutal resuena en la calle. Una nube rojiza es lo último que distinguen sus vecinos.
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¿Dónde está aquel hombre? Se ha volatilizado literalmente, ha ido a mezclarse con el polvo de ladrillo y la tierra removida que brota del suelo con la fuerza de un géiser.
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No importa el lugar donde se pose la vista. Todo está salpicado de cadáveres. Madres abrazan a sus hijos, tumbados en el suelo, en posición fetal. Hombres yacen junto a sus armas o todo tipo de enseres que trataban de poner a salvo instantes atrás. Han muerto todos. Las bombas no hacen distinciones cuando revientan en el suelo.

Stalingrado, un amasijo de ruinas.
Lo que hasta hace unas horas se presentaba como una ciudad modelo del régimen comunista, ahora ofrece una imagen fantasmal, donde seres humanos se tambalean por las calles, cubiertos de polvo de pies a cabeza, incapaces de asumir lo que acaba de ocurrir. Fachadas desdibujadas por los impactos de las bombas se derrumban por todas partes. Edificios al completo refulgen con intensidad. Las llamas lo consumen todo. Incluso las fábricas escupen humo ya no únicamente a través de sus chimeneas; más de una sufre serios daños en su estructura, mordida por el fuego, mutilada por las explosiones.
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A lo lejos desaparecen, poco a poco, la bandada de aviones alemanes. Un reguero de cadáveres y destrucción queda tras de sí a modo de despedida. Varios días tardarán en extinguirse los incendios, que se propagan por toda la ciudad pese a los esfuerzos de la población por sofocarlos.
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Durante la primera semana de bombardeos a cargo de la Luftwaffe, alrededor de 40.000 civiles fallecieron en Stalingrado a causa de las incursiones aéreas. Sin duda una carnicería que asoló casi al 10% de la población original de la ciudad.
Fortaleza Stalingrado.
Todo aquello había sido, ni más ni menos, una muestra más de la técnica depurada de la Blitzkrieg (Guerra Relámpago) a pleno rendimiento. Después le tocaba el turno a la artillería, que machacaría aún más la ciudad en coordinación con la propia aviación. Después le llegaría la hora de entrar en acción a los blindados y a la sufrida infantería, que tenían como misión reducir las bolsas de resistencia que se presentasen en aquel campo de escombros en que se había transformado la ciudad.
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Pese a que todo parecía pan comido para la Wehrmacht durante las primeras horas del ataque (hubo quien pensaba que la ciudad caería en apenas unas jornadas o semanas de combate), Stalingrado era diferente a otras urbes soviéticas. El Volga surcaba la ciudad industrial, arteria vital para el transporte de material bélico y suministros a lo largo de aquella parte de Rusia. Además, llevaba el nombre de Stalin, algo que en la época gozaba de un simbolismo extremo para los dirigentes de los bandos enfrentados.
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Hitler y Stalin acababan de dar comienzo a la pugna por una ciudad ruinosa, cuyo nombre, llegado el momento, parecía tener más importancia a ojos del propio Hitler que la toma de los cercanos pozos petrolíferos del Cáucaso. Una obcecación que transformó planes de ataque y sentenció la vida de miles de soldados y civiles.

La lucha en el interior de las fábricas fue encarnizada.
Tal es así que, con el transcurso de las semanas, los alemanes se dieron cuenta del fatal error de haber machacado con la aviación hasta el último rincón de Stalingrado. Los rusos, sabedores de que no había escapatoria más allá del Volga, tuvieron que atrincherarse en las montoneras de escombros, en los edificios destrozados e incluso en el propio subsuelo de la ciudad.
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Nombres que seguro le suenan al lector como Zhúkov, Yeremenko y Chuikov, fueron, entre otros, los encargados de defender la plaza hasta las últimas consecuencias.
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Chuikov aseguró que defendería la ciudad o moriría en el intento. Y a fe que lo hizo, tanto él como muchos de sus subordinados, que perecieron durante los casi seis meses que duró la batalla más sangrienta que conoció la Segunda Guerra Mundial.
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El 62º Ejército de Chuikov se parapetó en el interior de las casas que aún obraban en su poder, transformándolas en auténticas fortalezas. Cabe citar que rebasado el ecuador de la batalla, la ciudad estaba tomada por los alemanes casi en un 90%, apenas restaban varias zonas defendidas por los rusos, como los embarcaderos junto al Volga (cordón umbilical con la orilla oriental, desde la que se hacían llegar suministros a Stalingrado pese a estar sometido el cauce fluvial al fuego enemigo día y noche), parte del distrito de las fábricas y algunos edificios aislados que se convirtieron en auténticos quebraderos de cabeza para la Wehrmacht.

Una casa, una fortaleza.
Llegados a este punto, donde la defensa soviética parecía estar a punto de hincar la rodilla, un nuevo tipo de guerra tomó el relevo a la lucha convencional. Cuando los combates quedaron estancados a causa de la pérdida de ímpetu del 6ª Ejército alemán, principal actor en la toma de la ciudad de Stalingrado, las alternativas de destrucción mutua afloraron por todas partes.
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Rusos y alemanes, conscientes de que el empleo de blindados en la superficie era prácticamente inútil dado que el terreno resultaba impracticable para ellos, y que los asaltos masivos de infantería tampoco daban frutos según lo esperado, la lucha por Stalingrado adoptó otra vertiente mucho más oscura: la Rattenkrieg (la guerra de ratas).
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Soldados alemanes se alejan de un incendio.
Rattenkrieg.
Atacantes y defensores se deslizaron hacia el subsuelo de la ciudad para proseguir con la lucha. Alcantarillas y sótanos tomaron el protagonismo una vez quedó patente que la lucha en la superficie resultaba inútil.
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Unos y otros trataron durante meses de ocasionar el mayor estrago posible a su respectivo contrincante. Bajo tierra, llegó el momento del “todo vale”. Las escaramuzas se sucedían a diario. Patrullas dotadas con lanzallamas arrasaban con cualquier cosa que resultase sospechosa. Las alcantarillas, sumidas en la penumbra, refulgían al son de las llamas, capaces de achicharrar a un ser un humano y convertirlo en una momia ennegrecida en cuestión de segundos.
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Bolas de fuego consumían sótanos al completo, donde los desprevenidos soldados trataban de buscar refugio de las inclemencias del tiempo, de la omnipresente lluvia de obuses y, por supuesto, del fuego traicionero de los francotiradores.
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La pestilencia de las aguas fecales que discurrían por las entrañas de Stalingrado se mezclaba con el olor a muerte, a descomposición de incontables cadáveres insepultos, desfigurados, pasto de las manadas de ratas, y a combustible quemado que salpicaba tragedia allí donde alcanzaba el operador del mortal instrumento.

Mar de chimeneas, paisaje dantesco en Stalingrado.
En algunos casos, rusos y alemanes estaban separados por una pared o por un techo. La línea del frente estaba dibujada a través de un simple muro de ladrillos carcomido por las balas y la metralla. Un leve murmullo en idioma extranjero delataba la posición del adversario. Entonces, al amparo de la noche o del furtivo silencio que otorgaba cualquier sótano o alcantarilla, el empleo de explosivos se tornó en algo habitual.
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Cargas bien situadas en puntos estratégicos de la estructura a derribar, y un muro o techo quedaba hecho añicos en apenas un abrir y cerrar de ojos. Poco después, tras la brutal sacudida, la infantería atacante arrojaba granadas de mano en el interior de la habitación a conquistar y, acto seguido, las ametralladoras entraban en acción para barrer con todos los supervivientes que se hallasen en el interior. Disparos a bocajarro, casi sin mirar, en medio de la confusión y formidables nubes de polvo que apenas permitían ver más allá de un par de metros.

Mirada perdida de un soldado ruso.
Lucha inhumana, propia de bestias.
Todo lo anterior, que tuvo lugar día sí y día también en determinadas fases de la batalla por la ciudad junto al Volga, terminó por minar la moral de los combatientes alemanes, que consideraban aquel tipo de lucha como algo propio de “gangsters”. Una lucha que llegaba a implicar a cientos de hombres y que a veces se resumía a la toma de un edificio, un piso, un sótano o una habitación. Una lucha donde todo servía para exterminar al enemigo, desde metralletas y pistolas hasta cuchillos, palas y fragmentos de tuberías.
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Si los alemanes colocaban mallas en las ventanas para evitar que los rusos colasen granadas de mano en el interior de una habitación, los segundos disponían ganchos en las bombas de mano para que se enredasen en las mallas tendidas por los primeros. Una vez quedaban fijadas y estallaban, lanzaban más granadas en el interior para reducir o sofocar la presencia enemiga.

Prosigue la lucha pese a las cuantiosas bajas de rusos y alemanes.
Para evitar ser masacrados por la artillería germana, los rusos se pegaban a las posiciones alemanas, a tiro de piedra como quien dice, pero en este caso era al alcance de una granada; así evitaban la lluvia de obuses o los bombardeos de la aviación enemiga, quienes temían alcanzar a sus propios camaradas.
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“La academia de lucha callejera de Stalingrado”, así se bautizó a estas medidas y muchas más adoptadas por el Ejército Rojo para evitar ser borrado del mapa en la lucha tan cruenta que atestiguó el mundo entre Agosto de 1941 y Febrero de 1943.

Soldados rusos trepan por los escombros.
Operación Urano.
La ofensiva lanzada por el Ejército Rojo el 19 de Noviembre de 1942, consiguió rodear a las tropas alemanas en el interior de la ciudad en apenas cuatro días de vertiginosos combates a lo largo y ancho de la estepa. El día 23 del mismo mes, tras el avance imparable de una masa ingente de blindados (más de 800) y soldados ataviados de blanco (más de un millón) para mimetizarse con la estepa blanquecina por la nieve, los rusos cercaron a más de un cuarto de millón de soldados de la Wehrmacht entre los escombros de Stalingrado. Los flancos del 6º Ejército alemán, compuestos por, entre otros, rumanos, italianos y húngaros, se vinieron abajo en cuestión de horas, pese a que algunas unidades ofrecieron resistencia suicida hasta ser sobrepasados por los blindados rusos. Entonces no les quedó otra que huir o sucumbir.
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Con el cerco consolidado alrededor de la ciudad, los alemanes vieron mermada su capacidad combativa. La enfermedad, la falta de provisiones, armas, munición y la terrible desnutrición diezmaron sus filas. Göring prometió abastecer a los soldados allí aprisionados haciendo uso de la Luftwaffe que él comandaba, mas sus palabras se desdibujaron en el aire.
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Aquellas circunstancias no eran similares a las de la bolsa de Demyansk, donde unos 100.000 hombres de la Wehrmacht habían quedado cercados meses atrás y, vía aérea, se les abasteció para que pudiesen subsistir y poder escapar al cerco enemigo semanas después. Aquello era Stalingrado, una humeante urbe donde la muerte campaba a sus anchas.

Blindados soviéticos apoyados por la infantería.
Declive moral, físico y militar el que experimentaron los alemanes allí atrapados. Incluso el general Paulus, comandante en jefe del VI Ejército alemán también se vio afectado por la enfermedad. Mientras él contaba con buena atención médica, miles de sus hombres perdieron la vida a causa de la disentería, el tifus, la ictericia y, por supuesto, por culpa de las terribles congelaciones. Recordemos que se llegó a combatir a temperaturas que, en ocasiones, superaron los -20 grados bajo cero.
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Vanos intentos de rescate los que acometieron sus camaradas, fuera del cerco, como fue el caso del 4º Ejército Panzer del general Hoth, quien vio truncadas sus expectativas de socorrer a los cercados debido a la agreste climatología y la fiereza que mostraban los soldados del Ejército Rojo.
El ocaso de los combates.
A finales de Enero la lucha en la ciudad fue en vertiginoso declive. Los cazadores ahora se habían transformado en las presas. Unidades enteras de alemanes se rendían en Stalingrado. ¡Algo inconcebible meses atrás! Incluso Hitler elevó al rango de mariscal de campo a Paulus a modo de invitación al suicido; jamás ningún mariscal de campo alemán había sido capturado con vida por el enemigo.

Vencedores y vencidos.
Pero los hombres, que lo habían padecido todo, ya no podían resistir más. La lucha no tenía sentido. La victoria se había escapado de las manos a la Wehrmacht meses atrás. ¿Por qué seguir combatiendo? Unos lucharon hasta la muerte por no caer prisioneros de los rusos. Otros no querían dejar morir al camarada herido o enfermo, cuya vida se desvanecía a su lado en el interior de un lúgubre sótano que hedía a muerte. Los menos, fanáticos hasta la médula del régimen de Adolf Hitler, no dudaron en empuñar las armas hasta las últimas horas de la batalla; muchos de ellos se suicidaron antes que verse cautivos. Pero la gran mayoría luchó por sobrevivir, aunque fuese en pésimas condiciones higiénicas y sanitarias.

En el interior de las fábricas, los rusos sofocaron las últimas bolsas de resistencia alemanas.
De los casi 100.000 prisioneros de guerra que capturaron los rusos tras la rendición del 6º Ejército alemán, apenas 5.000 lograron regresar a Alemania tras largos años de cautiverio en los gulags rusos. Miles de camaradas sucumbieron en las largas marchas hasta los campos de prisioneros, otros hicieron lo propio a causa de los extenuantes trabajos forzados, otros también murieron por la enfermedad, las heridas o la desnutrición. La lucha fue salvaje, pero las condiciones del cautiverio que rusos y alemanes se impusieron mutuamente, no tuvieron nada que envidiar a los combates callejeros.
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Aunque los datos estadísticos difieren de unas fuentes históricas a otras, se sabe que tras la batalla de Stalingrado casi dos millones de bajas firmaron un resultado sobrecogedor. Dos millones de bajas entre muertos, heridos, desaparecidos y prisioneros. No nos privemos de citar a los civiles de Stalingrado, cuyos muertos se contaron por decenas de miles. Incluso la cifra de supervivientes al final de la batalla apenas resulta simbólica, hay autores que firman menos del 10% de la población inicial de aquellos habitantes de Stalingrado con los que la ciudad contaba aquel lejano 23 de Agosto de 1942.
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Brutalidad propia del frente ruso, nada que ver con el frente occidental, que en comparación estadística sus datos quedan tan lejos como si fuese otro planeta.

Los combates, en algunos sectores, llegaron hasta las mismas orillas del Volga.
Recordemos también los millares de caballos, tanques y cañones perdidos por ambos bandos durante la batalla. Especial mención merecen los aviones germanos, cuyas tripulaciones se jugaron la vida por evacuar del cerco a los heridos y personal técnico que pudo escapar en los últimos compases de la batalla.
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Los soviéticos no dudaron en arrasar con los campos de aviación enemigos, donde lanzaron sus tanques y dispararon sobre los aeroplanos germanos a bocajarro. Las pistas de aterrizaje, atestadas de heridos y soldados enloquecidos que trataban de subir a un avión a cualquier precio, se convirtieron en campos de muerte una vez los T-34 arrasaron con todo.

Soldados alemanes tratan de despejar el camino a un avión del tipo Ju-52.
Humeante, la ciudad de Stalingrado vio izar numerosas banderas blancas el 2 de Febrero de 1943. Fecha en la que Paulus, consumido por la enfermedad, rindió a sus tropas al Ejército Rojo. Llegaba la hora de la venganza soviética. El destino de miles de alemanes estaba sellado. ¿Qué sería de ellos?
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Solamente los que regresaron del cautiverio ruso pudieron dar fe de lo soportado durante largos años malgastados en los campos de trabajo y muerte enemigos.
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¿Acaso les podía aguardar otra cosa?

Vista desoladora de las ruinas de Stalingrado.
Wolfram von Richthofen, quien dirigió aquel primer bombardeo sobre Stalingrado, tal vez reflexionase a posterior el gran error que supuso convertir la ciudad en un montón de escombros de proporciones ciclópeas. Allí dentro se parapetó el Ejército Rojo. Sus soldados se defendieron hasta la extenuación, hasta la victoria. Pero también hasta la muerte, en cuyas tumbas aún comparten el descanso eterno con sus enemigos, ahora camaradas bajo tierra, los soldados alemanes que hasta allí llegaron para desangrarse en el irrealizable sueño de Adolf Hitler.
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Aquí una frase del Evangelio me viene muchas veces a la mente: “No dejaré piedra sobre piedra”. Aquí esto es verdad… Dejó escrito un soldado alemán en una carta enviada a su casa.

Uno de tantos edificios destruidos: «La casa de Pavlov».
Stalingrado resistió el ataque alemán, sí, pero el precio fue elevado…
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¿Mereció la pena el sufrimiento de unos y otros a la hora de combatir por aquel dantesco montón de escombros?
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Al menos espero que estas líneas sirvan de advertencia para los presentes. El ser humano es muy torpe, suele repetir errores del pasado…
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La Historia así nos lo demuestra una y otra vez.

El resultado de la batalla: montañas de cadáveres.
¿Veremos alguna vez otro Stalingrado?
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¿Veremos alguna vez otra Rattenkrieg?
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Tal vez la tenemos delante, más cerca de lo que imaginamos, y no somos capaces de distinguirla.
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Ⓟ y Ⓒ Daniel Ortega del Pozo

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