2 de Febrero de 1943. Un frío atroz, abrumador e inhumano, impera en la ciudad fantasmal ubicada junto al río Volga. El aire que se desliza entre las irreconocibles calles de la urbe fantasmal es afilado como una cuchilla de afeitar. Viento gélido, diríase que capaz de cortar rostros, desgarrar labios y cuartear la piel de quienes osan abandonar sótanos y parapetos para adentrarse en el mar de escombros en que se ha tornado la otrora deslumbrante ciudad industrial.
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Stalingrado, orgullo de la Unión Soviética, se presenta ante los ojos de los hombres que todavía combaten entre sus ruinas como una colosal tumba donde miles de camaradas han sucumbido en medio de una lucha salvaje, cuyos inicios se remontan al 23 de Agosto del año anterior. Barbarie indescriptible. Masacre sin parangón.
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Las horas finales de la Wehrmacht en Stalingrado están contadas. Los reducidos contingentes alemanes que aún se resisten a capitular aguardan en sus posiciones la acometida final del Ejército Rojo. En el interior de una fábrica del sector norte de la ciudad, un operador de radio intercambia una mirada cargada de angustia junto al oficial que le acompaña. Uno de ellos está a punto de radiar el que, sin saberlo, será su último mensaje. El otro, con los nervios más templados, hace recuento de los escasos cartuchos que le restan para alimentar su Luger P-08.
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Ambos saben que su suerte está echada…
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